20 agosto 2016

Un poco de mucha ciencia IV: La fructosa entra en juego


Traducción: Eva B.

El azúcar refinada o de mesa, llamada sucrosa, es mitad glucosa y mitad fructosa. El jarabe de maíz de alta fructosa es un 55% fructosa y un 45% glucosa.




El cuerpo humano metaboliza la glucosa y la fructosa, los azúcares más abundantes en nuestra dieta, de forma diferente. Prácticamente todas las células del cuerpo pueden usar la glucosa para obtener energía, pero las únicas que pueden encargarse de la fructosa son las células hepáticas. Lo que el hígado hace con la fructosa, especialmente cuando hay demasiada en la dieta, tiene consecuencias peligrosas para el hígado, las arterias y el corazón.




La fructosa fue durante mucho tiempo una parte minoritaria de nuestra dieta. A principios del siglo XX, un americano medio consumía del orden de 15 gramos de fructosa al día, la mayor parte procedente de la ingesta de fruta y verdura. Hoy en día consumimos cuatro o cinco veces esa cantidad (con una media de 73 gramos en los adolescentes), sobre todo procedente del azúcar refinado que se emplea para elaborar los cereales del desayuno, los pasteles, los refrescos, las bebidas de frutas, las salsas para la ensalada y otros productos dulces.

La entrada de fructosa en el hígado provoca una serie de reacciones químicas muy complejas. Una cuestión a tener en cuenta es que el hígado usa la fructosa, un carbohidrato, para producir grasa, en un proceso llamado lipogénesis. La mayor parte de la fructosa no se almacena en forma de glucógeno, sino que se emplea para producir grasa. Las células no pueden usar la fructosa para producir energía. Si alimentamos el hígado con suficiente fructosa, en las células hepáticas empiezan a acumularse pequeñas gotas de grasa, provocando la enfermedad del hígado graso no alcohólico, porque se parece a lo que sucede en el hígado de la gente que consume demasiado alcohol.




Virtualmente desconocida hasta 1980, la enfermedad del hígado graso no alcohólico afecta ahora al 30% de los adultos en Estados Unidos y otros países desarrollados, y entre el 70% y el 90% de las personas obesas o con diabetes.

En sus primeros estadios, la enfermedad del hígado graso es reversible, pero llegados a un punto el hígado se inflama y se produce daño (esteatohepatitis), que puede conducir a una cirrosis, una acumulación de tejido cicatrizado y por tanto la degeneración de la función hepática.




El metabolismo de la fructosa en el hígado no sólo provoca la acumulación de grasas, sino que eleva los triglicéridos, incrementa el denominado "colesterol malo", aumenta la acumulación de grasa alrededor de los órganos, incrementa la tensión arterial, provoca resistencia a la insulina e incrementa la producción de radicales libres, compuestos que pueden dañar el ADN y las células.

Los investigadores han empezado a buscar conexiones entre la fructosa, la enfermedad del hígado graso y las enfermedades cardiovasculares. Los primeros resultados coinciden con los comentados anteriormente debidos al metabolismo de la fructosa.




Un artículo publicado en 2010 en el "The New England Journal of Medicine" indicaba que las personas con enfermedad del hígado graso no alcohólico son más propensas a acumular placas de colesterol en las arterias y a desarrollar enfermedades cardiovasculares o morir a causa de ellas.

Recuerda que las mayores fuentes de fructosa son el azúcar refinado y el jarabe de maíz de alta fructosa, pero que la fruta y demás alimentos naturales no suponen ningún riesgo para la salud.

O ese paquete de fructosa pura que tienes ahí arriba. Una muerte lenta empaquetada con colorines bonitos y orgánicos. "Excellent substitute for sugar." De Guatemala a Guatepeor.




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